En esta agricultura, el monocultivo y la producción insostenible son reemplazados por prácticas que cuidan el suelo y mantienen su cobertura de forma permanente, rotando una gran diversidad de cultivos para no agotar los nutrientes de la tierra. En esta agricultura, los beneficios de la tierra alcanzan a todos aquellos que la trabajan con sus manos, y no caen en los puños de sólo un pequeño grupo de grandes empresas.
En esta agricultura, la producción rentable convive con la protección del ambiente y los recursos naturales, alterando de forma mínima del suelo a través de la siembra directa y la labranza mínima y protegiendo su cobertura con material orgánico.
Lo que he descrito son los principios básicos que inspiran la agricultura de conservación, y que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO promueve no sólo como un ejercicio de la imaginación sino como una nueva forma de hacer las cosas. Y, esta manera de operar no es tan sólo una opción, sino que se ha vuelto una necesidad urgente.
Este tipo de agricultura es la que necesitamos para enfrentar el cambio climático y aumentar los ingresos de los pequeños agricultores. Es también la que nos permitirá alimentar a las ochocientos millones de personas que sufren hambre en el mundo y nutrir de forma balanceada a más de seiscientos millones de seres humanos que viven con obesidad.
Transitar hacia una forma holística de producir alimentos requiere voluntad política y trabajo codo a codo con millones de pequeños agricultores, pero exige, sobre todo, responsabilidad moral. Nos pide tener la sabiduría necesaria para avanzar hacia un modelo de desarrollo que no privilegia el beneficio inmediato, sino que se inserta de forma armoniosa en el mundo, en sus tiempos y ciclos naturales.
Exige también deshacer el daño que hemos hecho, ya que más de la mitad de las tierras utilizadas para la agricultura en el mundo están degradadas. Recuperarlas no es sólo una prioridad para el desarrollo rural y agrícola. Es un deber humanitario porque el cuarenta por ciento de la población mundial depende directamente de la agricultura para su subsistencia.
Seguir el camino que hemos recorrido hasta ahora sencillamente no es una opción ya que nos ha llevado al borde del abismo: hoy la agricultura es una de las mayores emisoras de gases de efecto invernadero, ocupa hasta el setenta por ciento del agua dulce y se expande a costa de los mismos recursos en los que se basa nuestra supervivencia y bienestar.
Pero aún estamos a tiempo de generar un cambio. Tenemos el conocimiento necesario para adoptar una forma de producción que maneja los recursos naturales de forma integrada, y que no sólo produce, sino que también conserva y mejora.
Pero ese cambio lo debemos hacer hoy, no cuando la población mundial alcance los nueve mil millones de habitantes y el cambio climático se convierta en una catástrofe global, ya que generar un cambio en la manera en que producimos los alimentos no sólo afectará a los agricultores. Al contrario, tiene el potencial de revolucionar la forma en que el ser humano se relaciona con el medioambiente, recuperar el daño hecho a los recursos naturales y considerar los efectos de nuestro modelo productivo a lo largo de la cadena alimenticia completa, desde la siembra de las semillas hasta que llega la comida a nuestras mesas, e incluso más allá, ya que un tercio de los alimentos que producimos acaban en la basura.
Esta nueva forma de mirar la agricultura requiere inspirar con el ejemplo, y en América Latina y el Caribe existen las condiciones necesarias para desarrollar esta nueva agricultura. La región posee una biodiversidad y riqueza que la ha permitido contribuir el veinticinco por ciento del crecimiento de la producción mundial de alimentos en los últimos treinta años. En el mismo periodo, es la región que ha hecho los mayores progresos en la reducción del hambre.
Si la región cambia su manera de producir y adopta las prácticas de la agricultura de conservación, los efectos se pueden sentir a lo largo del planeta. Pero hacerlo no es fácil. Requiere sistemas de innovación adaptados a las condiciones locales, y requiere también mucha asistencia técnica y científica y sistemas públicos de apoyo para los pequeños agricultores.
Pero cuando se hace el cambio, los beneficios saltan a la vista. En América Latina y el Caribe, FAO apoya múltiples iniciativas nacionales que desarrollan sistemas integrados de rotación de cultivos, los cuales siembran leguminosas para incorporar nitrógeno al suelo. Otros desarrollan cultivos adaptados localmente e incorporan ganado, árboles, polinizadores naturales y formas naturales de realizar control de plagas y enfermedades.
Los incentivos económicos siempre buscarán mantener el estatus quo. Por ello, depende de nuestra generación luchar contra la inercia y generar la agricultura que el mundo actual necesita, una agricultura que no sólo nutra a las personas, sino también al planeta.