La cooperativa que gestiona la subasta de Aalsmeer, Royal Flora Holland, factura 4.700 millones de euros al año, dos veces el sector editorial en España
La subasta la gestiona la mayor cooperativa de la industria, Royal Flora Holland, con más de 4.000 socios y una facturación de 4.700 millones de euros (dos veces el sector editorial en España). Su historia se remonta a finales del siglo XIX y da para una tesis como la del antropólogo Andrew Gebhardt, un estadounidense que se doctoró en 2014 en la Universidad de Ámsterdam con un volumen titulado La creación de la cultura floral holandesa (luego convertido en el libro Holland Flowering) centrado en este lugar: “De las seis subastas con las que cuenta Flora Holland [hoy quedan cuatro], más de 10.000 personas pasan por la de Aalsmeer cada día”, describe en el trabajo. “Es la mayor de todas y sirve a los más diversos mercados, locales, regionales y globales. Dentro y fuera del país, es la cara de la industria y en Aalsmeer también se celebró la primera subasta hortícola”.
La pulsión local por las flores, añade Gebhardt por teléfono, nace en el siglo XVII, la Edad de Oro holandesa, cuando se abren al mundo, inventan, investigan, colonizan (y batallan contra España); los nouveaux riches importan bienes exóticos y se interesan por modernas formas de ocio, como la decoración de jardines. En esos años se desata incluso una fiebre por los tulipanes de Turquía, la tulipmania, que dio origen a una de las primeras burbujas financieras. Los bulbos de esas flores llegan a alcanzar precios estratosféricos y se convierten en objeto de inversión y especulación. Algo así como la euforia del bitcoin, pero en 1637, año en que llega el pinchazo de los bulbos y se evaporan los ahorros de muchas familias de clase media.
“Nos ocupamos de que cientos de miles de regalos lleguen a su destino; llevamos emociones al mundo”, cuenta David Otten, mánager del área de distribución en el mercado de Aalsmeer
Eran los inicios del protestantismo, del capitalismo, de la economía de mercado. Dos siglos después, cuando los agricultores de Aalsmeer levantaron sus invernaderos de flores (el primero de rosas en 1896), decidieron unirse para equilibrar su poder con el del comprador, vendiendo su cosecha diaria en una subasta. La de Aalsmeer se inauguró en 1911. Según Gebhardt: “Sin subasta, sin cooperativa, sería un mercado dominado por compradores”. Los productores, cohesionados, se aseguraban un precio mínimo, y se fomentaba un interés común en vender un producto mejor a un precio razonable e inmune a las burbujas: este es un mercado de flores cortadas, un producto perecedero. El fenómeno local creció a medida que Europa superaba guerras, aumentaba el poder adquisitivo de su población, se consolidaba la sociedad de consumo y se abría paso la globalización.
Hoy, Holanda es el quinto productor mundial (tras EE UU, China, Japón e India), pero el sector, en términos per capita, es inmenso: aporta un 5% del PIB, y el país se mantiene, con diferencia, a la cabeza del comercio global, con una cuota del 43% de las exportaciones. Las cifras de Flora Holland, la cooperativa que ha ido aglutinando casi todas las subastas del país, apabullan: en 2016, vendieron en sus cuatro sedes 3.300 millones de rosas, 2.000 millones de tulipanes, 1.240 millones de crisantemos y 1.000 millones de margaritas africanas. Gran parte de las flores pasaron por Aalsmeer. Muchas vienen de Kenia, Ecuador, Etiopía y Colombia, los grandes exportadores tras Holanda. Y de aquí van rumbo a Alemania, Reino Unido y Francia, principales consumidores, donde las flores se consideran un artículo de supermercado, familiar y cotidiano, añade Henk Lammers, aún en la nave frigorífica donde ahora se apilan más de 70.000 tallos.
Holanda es el quinto productor mundial de flores, pero el sector, en términos ‘per capita’, es inmenso: aporta un 5% del PIB, y el país suma el 43% de las exportaciones globales
Los ejemplares, ya cortados, aguantan unas tres semanas. El proceso exige velocidad, precisión y no romper la cadena del frío. Enseguida llega un coche eléctrico, similar a los que usan los golfistas perezosos, y engancha los 31 carritos que albergan las rosas sorianas, y así, uno detrás de otro, forman un tren floral de decenas de metros que se adentra lentamente en el edificio. En su recorrido se cruza con otros trenes y cada uno deja atrás un efluvio fresco y dulzón. También se ven bicicletas, muy oportunas para cubrir las distancias del recinto.
Las rosas sorianas entran en una nueva cámara frigorífica, la antesala de la subasta, un espacio donde se podría jugar un partido de fútbol si no fuera por las columnas de flores y las compuertas automáticas que se abren como un susto, dando paso a más cochecitos circulando como locos. En esta cámara solo hay rosas; existen otras equivalentes para el resto de variedades. Aquí reposan hasta la subasta, que comienza al día siguiente a las seis de la mañana. Una hora antes, a las cinco, un hombre se pasea por la cámara entre hileras con rosas de varios continentes, se detiene, extrae un ramo, palpa los pétalos, lo deja en su sitio, sigue el paseo, dobla al final de la hilera y repite el movimiento. Otro comenta en francés por el móvil: “30 centímetros”, hablando de la longitud del tallo (cuanto más largo, más se valora: la flor dura más). Son compradores. Vienen a catar la mercancía antes de la puja. Hace unos años, cuando todas las subastas eran presenciales, la sala solía ser un hervidero. Hoy, la mayoría se celebra a distancia, por Internet. Pero Erik Wassenaar, el veilingmeister o maestro subastador, no suele faltar. Viste vaqueros y anorak. Dice que hoy le toca vender 1.200 carritos (unos 4 millones de rosas; serán un 50% más en vísperas de San Valentín). Y, antes de empezar, le gusta asomarse, para “mirar y sentir”: “Las emociones mueven este negocio”.
Poco antes de las seis, Wassenaar desciende hasta la sala del café, bromea con sus colegas, luego se introduce a solas en una oficina impersonal y se cambia el calzado elegante por unas deportivas de suela plana para poder pisar con sensibilidad un pedal con el que calibra algunos de los controles de la puja. Sobre la mesa hay un teclado con caracteres raros y dos pantallas. En una se ve una rueda cuya circunferencia está formada por 100 puntos, cada uno de los 100 céntimos en los que se divide un euro. A esto lo llaman reloj. Y a esta modalidad autóctona de venta, la subasta de reloj.
El maestro lanza un precio de salida. Pongamos, un euro. A partir de ahí el precio baja automáticamente a toda velocidad, céntimo a céntimo, se ve su caída por los puntitos del círculo, como si fuera un segundero digital. En lugar de pujar al alza, los compradores al otro lado de la Red pulsan el botón cuando creen que el precio es el correcto. Un juego agónico: consiste en esperar a que baje el precio para llevarse el lote lo más barato posible, pero sin aguardar tanto como para que un competidor se lo lleve antes. El oficio requiere templanza y nervios de acero. “Digamos que no conviene tomarte un par de cervezas la noche antes”, sonríe nuestro guía.
De pronto suena un gong japonés, el maestro se coloca los auriculares con micrófono y comienza con un: “¡Ladies and gentlemen!”. El resto, en holandés. Emite frases sueltas: “Pure roses, cantidad mínima dos… 50 centímetros de elegant… todas…, mínimo cuatro”, mientras teclea y rueda la bolita por el reloj y se sucede una transacción tras otra. Hasta su cubículo llega el eco de sus compañeros en salas idénticas. A veces, el subastador le da un sorbo al café, otras le confiere al lote un tono especial: “Red Naomi, Mystic Blue”, pronuncia con intriga. A los 18 minutos le llega el turno a las sorianas Aleia Roses. Pausa dramática, vuelan los lotes y se venden 41.320 tallos en 3 minutos 16 segundos. Esto es: a 210 rosas por segundo. Las de mayor calidad se han pagado a 81,3 céntimos la unidad; un 15% más caro que en la última venta.
Ahí fuera, mientras, se ha puesto en marcha la maquinaria. En la cámara frigorífica, cada carrito subastado se engancha a un raíl y es guiado de forma mecánica por el recinto, como vagones fantasma, hasta el hall de distribución. El corazón del mercado. Una sala en la que no se alcanza a ver el principio ni el final, de techos altos e hilo musical diabólico, y en la que un enjambre de motos mecanizadas, ágilmente pilotadas, encadenan los carros y los trasladan a otro punto, donde van despachando cada pedido sobre nuevos carros, para que otras motos les den salida. En cinco horas, cerrarán 50.000 transacciones; eso supone 166 movimientos por minuto.
El jefe de zona, David Otten, a bordo de uno de los vehículos, nos introduce en el interior del ajetreo, donde unos y otros se esquivan por milímetros, y reina un concierto de chirridos, zumbidos y claqueteos. Otten explica que hay 270 vehículos en movimiento; a partir de 284 resulta peligroso. Cada conductor lleva unos auriculares en los que un software llamado Voice les susurra órdenes. La voz es femenina, ellos también le responden, y a menudo imaginan que hablan “con una mujer muy hermosa”, dice el jefe. Una mente colmena comandando un ejército de motos. Otten señala un cartel con el eslogan: “Juntos llenamos de flores el globo”.
La idea, cuenta, es que los operarios se sientan orgullosos: “Nos ocupamos de que cientos de miles de regalos lleguen a su destino; llevamos emociones al mundo”. Guiados por una inteligencia digital, distribuyen un arco iris empacado de sueños y promesas, muertes y decepciones, besos, nacimientos, uniones, mentiras, esperanzas y proezas. Y alcanzan todo el espectro, de las “rosas a un euro” a las floristerías de postín.
“Las flores remueven emociones. Son capaces de cambiar un estado de ánimo, hablan sin palabras, suavizan la historia más triste”, explica el florista y diseñador local Ernst van Woerkom
Como en otras industrias, la digitalización y la globalización han vaciado de contenido tareas, y la plantilla ha menguado en 300 personas (un 10%) en cinco años. También Holanda pierde peso como centro neurálgico: en 2005, realizaba un 50% de las exportaciones mundiales, siete puntos más que ahora. Pero el volumen total es superior: se compran más flores que hace una década. Y el lugar sigue siendo clave. “El precio de Aalsmeer influye y determina el del resto del mundo”, explica Lambert van Horen, analista de floricultura del banco holandés Rabobank. “Todos están pendientes de él, porque es la mayor subasta. Igual que un comprador de trigo estudia el mercado de Chicago.
A un productor le ayuda a tomar decisiones: aquí se fijan las nuevas tendencias de flores y colores. Pero en el futuro, eso seguro, este espacio no será tan necesario”. Muchas de las flores, cuenta, ya no pasan por aquí. Basta una buena foto para que los compradores online las vean, junto a las especificaciones. Solo una de las 14 subastas de Aalsmeer sigue siendo presencial. Esa puja, a pleno rendimiento, tiene el aspecto a medio camino entre una aburrida clase universitaria y la sala de control del lanzamiento de un cohete. Los compradores, en la tribuna, son todos hombres, sentados en silencio, tras sus pantallas. El proceso se ha vuelto aséptico. En otra era, la mercancía pasaba ante sus ojos, podían olerla y palparla.
Fuente: El País