Cada especie posee una dotación de genes con la información precisa para reproducir sus características en la descendencia; el genoma de la especie y de cada organismo. La ingeniería genética puede alterarla introduciendo en un individuo genes de otro, incluso de diferente especie, género, familia y reino. A los genes transferidos se les llama transgenes, y transgénico al organismo genéticamente modificado (OGM) que los recibe y los transmitirá de una generación a otra junto con todo el material genético. En nuestros tiempos es motivo de inquietud la aceptación o no de los cultivos transgénicos, y si causan daño o son inocuos. Particularmente genera polémica el maíz transgénico de Monsanto, del cual me ocupo hoy.
Cabe advertir, de entrada, que sería erróneo descartar todo uso positivo de esta técnica; por ejemplo, en el Reino Unido se experimenta en variedades de brócoli de rápido crecimiento que permitan más cosechas en el año; el Cimmyt estudia en trigo un gen que reduce el crecimiento del hongo de la roya; en Florida se aplica para atacar la enfermedad bacteriana del “dragón amarillo” en cítricos; la State University of New York experimenta un gen de trigo transferido a nogal para resistencia al hongo del tizón (fuente: Bio SmartBrief). Es decir, existen aplicaciones socialmente benéficas.
Pero sobre nosotros se cierne una amenaza muy concreta. Desde 1988 fue autorizado el cultivo experimental de transgénicos, principalmente soya, trigo, algodón y maíz. Según la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, de marzo de 2005, los permisos para liberar variedades comerciales deberán otorgarse de manera casuística, previa evaluación científica de los niveles de riesgo. No se ha autorizado ninguna liberación comercial de maíces transgénicos. Y existen fundadas razones.
El glifosato, principio activo del herbicida de Monsanto llamado comercialmente Roundup en Estados Unidos, en México, Faena, y que acompaña al transgénico, es peligroso: en marzo de 2015 fue clasificado por la Organización Mundial de la Salud como “probablemente cancerígeno para el ser humano”.
En 2008 y 2009, en Argentina, estudios científicos encontraron correlación entre el glifosato y malformaciones en niños recién nacidos (Red Voltaire). La Corte de Justicia de Colombia dictaminó, con base en estudios científicos, que el glifosato aplicado en aspersión aérea pone en riesgo al medio ambiente (Telesur, 26 de abril de 2017). Heilongjiang, principal provincia china productora de granos, prohibió a partir del mes pasado los transgénicos en arroz, maíz y soya, para proteger la biodiversidad (Financial Times); en Rusia, el presidente Vladimir Putin ha declarado su rechazo al cultivo de transgénicos, y en igual sentido se pronunció el viceprimer ministro Arkady Dvorkovich en el Foro Económico de San Petersburgo. Sudáfrica prohíbe la publicidad de transgénicos. En California, por orden judicial del 10 de marzo pasado, Monsanto deberá indicar en la etiqueta del Roundup que el glifosato es “posible agente cancerígeno”. Así se defiende el mundo ante ese peligro, y no es por simple prejuicio. Y nuestro gobierno, ¿qué política seguirá a final de cuentas?
Nos amenaza también la pérdida de diversidad biológica a través de la contaminación genética de las variedades transgénicas. México es un país megadiverso, con 10 por ciento de las especies registradas en el mundo: quinto lugar en especies de plantas, cuarto en anfibios, segundo en mamíferos y primero en reptiles (Semarnat, 21 de mayo de 2016), es centro de origen y de diversidad del maíz, el cultivo más producido en el mundo: tenemos 59 razas criollas adaptadas a distintos ambientes, además de los parientes genéticos silvestres.
Ante el riesgo de los transgénicos, el programa MasAgro (Modernización Sustentable de la Agricultura Tradicional), que coordinan Sagarpa y Cimmyt, genera variedades, produce semilla y fomenta el desarrollo de empresas medianas. Ha generado 20 híbridos de maíz con rendimiento entre 9 y 31 por ciento mayor (MasAgro, 16 de diciembre de 2015). Quienes defienden la liberación de los transgénicos afirman que con los bancos de germoplasma está garantizada la diversidad, lo cierto es que el maíz para su evolución requiere de plantas cultivadas, que sigan adaptándose a los cambios ambientales.
Miles de años llevó a cultivadores de maíz lograr las razas criollas existentes para que, en cosa de dos años, con la inserción de un gen, se cree una “nueva variedad”, patentada, sujeta, obviamente, a derechos de propiedad intelectual de las empresas transnacionales, consumándose así un escandaloso robo de la riqueza genética de México. Al contaminarse variedades ya existentes con el transgénico por polinización natural, el viento en este caso, las transnacionales pueden demandar a nuestros productores por el “uso” del transgénico.
Existe el mito del rendimiento extraordinario de los transgénicos sobre los híbridos normales, algo no probado suficientemente. El rendimiento es resultado de varias circunstancias: suelo, agua, clima, nutrición, fecha de siembra, etcétera, no de una sola característica transferida. “Un informe realizado en EU en 2009 —que analiza 24 estudios científicos— concluye que el uso de semillas modificadas genéticamente no ha producido ningún aumento de rendimientos en la soya (…) es decir, la expectativa enorme que se ha generado por el uso de semillas genéticamente modificadas ha quedado grande frente a los modestos resultados que en la práctica se han obtenido” (La Revista Agraria, Centro Peruano de Estudios Sociales, mayo de 2011, página cuatro).
Finalmente, autorizar el cultivo comercial del transgénico fortalecería a los monopolios de semillas y químicos agrícolas. Monsanto (del que son socios George Soros y Bill Gates) ocupa el primer lugar mundial en venta de semilla mejorada (26 por ciento); es líder en generación de transgénicos; en México monopoliza los permisos de siembra y busca desplazar a las semilleras nacionales y sus híbridos normales. Pertenece a las llamadas Seis Grandes (BASF, Bayer, Dow, DuPont, Monsanto, Syngenta), que controlan, cifras de 2013: “75 por ciento del mercado mundial de agroquímicos; 63 por ciento del mercado mundial de semillas comerciales; más de 75 por ciento de toda la investigación privada en el sector de semillas y pesticidas” (Grupo ETC, diciembre de 2015).
Cabe añadir que ya Monsanto fue adquirido por Bayer, resultando de ello el mayor gigante corporativo del mundo en el sector. Varias son, pues, las razones para no autorizar el cultivo comercial del transgénico en cuestión.
Y no se trata de rechazar el avance tecnológico por principio, como hacían los luditas en Inglaterra con la introducción de máquinas a las que veían como enemigo a vencer, siendo que este era en realidad el capital, usándolas para desplazar trabajadores, intensificar el trabajo y reducir salarios.
El problema estriba en las relaciones de propiedad y de producción, en los mecanismos de apropiación de la riqueza; en quién se beneficia de los progresos de la ciencia y la tecnología y con qué propósito y criterio las emplea. Considero que en su aplicación debe anteponerse el interés de la sociedad toda, y el cuidado del medio ambiente, no, como ahora, la competitividad orientada a la acumulación y a la subyugación de unas naciones por otras; para ello se requieren gobiernos comprometidos con la sociedad, y no con las transnacionales.
Solo el pueblo en el gobierno podrá manejar problemas tan delicados y riesgosos con el esmero y la responsabilidad debidos, velando por sus propios intereses. Mientras imperen los corporativos, el riesgo de mal uso de este y otros progresos científicos subsistirá, como espada de Damocles, sobre la sociedad. Por lo pronto, en el caso concreto que nos ocupa, la amenaza es clara y deben tomarse medidas eficaces y enérgicas para enfrentarla. La sociedad debe estar vigilante.
Fuente : El Independiente