El 10 de agosto 2018, Monsanto perdió un juicio histórico en el que fue sentenciada a pagar 289 millones de dólares por haber causado cáncer con glifosato a Dewayne Johnson, un jardinero de 46 años en San Francisco. Cinco días después, la Suprema Corte de California negó una apelación de Monsanto que pretendía evitar que el glifosato integre la lista de sustancias cancerígenas del Estado. Monsanto, ahora propiedad de Bayer, anunció que apelará la sentencia a favor de Johnson, pero las acciones de Bayer se han desplomado, perdiendo más del 10 por ciento de su valor. Las demandas contra Monsanto por daños del glifosato ascienden a más de 8000 y es sólo el comienzo.
Bayer se perfiló mundialmente por una conocida tableta para el dolor de cabeza, pero tiene mucha cola que le pisen como fabricante de venenos y químicos tóxicos, incluyendo el gas que se usó en las cámaras de gas del nazismo. Parece un pequeño acto de justicia histórica, que la mayor compra que realizó la empresa alemana en toda su historia, la está arrastrando al fondo, junto con las sentencias contra los crímenes de Monsanto.
El fin de Monsanto parece llegar también con el principio del fin del glifosato, el agrotóxico más usado en la historia de la agricultura. Presentado como herbicida “moderadamente tóxico” desde que la empresa lo introdujo al mercado en 1974, se agolpan los testimonios sobre su nocividad, desde provocar malformaciones fetales y abortos espontáneos, a ser cancerígeno, como declaró la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2015.
En base a ese informe de la OMS, el Estado de California decidió agregar el glifosato a su lista oficial de sustancias cancerígenas, lo cual significa una serie de restricciones importantes. Debe etiquetar este riesgo en sus productos, así como tomar medidas para evitar que llegue a fuentes agua, especialmente aquellas que se usan para potabilizar para consumo de la población. Esto podría ser una tarea imposible.
Varios estudios científicos, entre ellos los de Damián Marino y otros investigadores del Consejo de ciencia y tecnología (Conicet) de Argentina, han mostrado que debido a su extendido uso, especialmente en soya y maíz transgénicos, se han encontrado altos residuos del herbicida cancerígeno en ríos que proveen de agua a poblaciones, como el río Paraná en Argentina, así como también su presencia en lluvia. Esto se agrega a otros estudios, como el de Wanderlei Pignati, que comprobó residuos de glifosato en los bebederos de agua en escuelas de Matto Grosso, Brasil, así como otros que hallaron residuos en sangre, orina y hasta leche materna en personas de Brasil, Argentina, Estados Unidos. En 2018, las ciudades de Rosario y Santa Fe, Argentina, decretaron prohibido su uso en toda el área urbana, varias otras consideran resoluciones similares.
La Unión Europea consideró prohibir el glifosato el año pasado, pero ganó la presión de las trasnancionales de agronegocios como Bayer y Monsanto, por lo que se aplazó la consideración 5 años. No obstante, Francia anunció que en tres años lo prohibirá en su territorio y Alemania también discute esa posibilidad.
En días pasados, un estudio del conocido Environmental Working Group de EU, llamó la atención por haber encontrado residuos de glifosato en cereales para desayuno que se venden en ese país y muchos otros de América Latina. Coincide con los resultados del estudio más amplio, publicado en 2017 en la revista Agroecology and Sustainable Food Systems, realizado por los investigadores de las universidades UNAM y UAM Elena Álvarez-Buylla, Emmanuel Ortega, Alma Piñeyro y otros, que mostró que el 90% de las tortillas industriales del valle de contiene trazas de transgénicos, en muchas también de glifosato, además de que es ubicua la presencia del agrotóxico en cereales, botanas, harinas y otros productos industrializados de maíz.
No deberían tardar las demandas contra Bayer-Monsanto también en México, además de exigir a la Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) que revierta su absurda decisión de permitir que estos productos lleguen al consumo.
Al mismo tiempo, está en ciernes otra tormenta contra Bayer-Monsanto en Estados Unidos, por sus nuevas variedades transgénicas que requieren el uso de otro herbicida aún más tóxico: dicamba. Es tan tóxico que además de hierbas, está matando los cultivos y árboles frutales de los vecinos. Ya iniciaron varias acciones colectivas contra Bayer-Monsanto, que reúnen demandas de cientos de agricultores.
Todo esto pone en seria cuestión tanto al glifosato y a dicamba, como a los transgénicos, por ser la tecnología que permitió aumentar exponencialmente el uso de agrotóxicos y aceleró la resistencia en malezas. Más aún, se impone cuestionar la propia agricultura basada en el uso de agroquímicos, que ha sido devastadora para la salud y el ambiente, y ni siquiera cumplió su supuesto cometido: la mitad de la población mundial sufre hambre o deficiencias nutricionales. ¿Habrá que esperar a más muertes por glufosinato, 2-4 d y otros venenos de Bayer, Basf y compañía para terminar con esta absurda idea de colocar tóxicos en los alimentos? ¿Por qué aceptar que la carga de la prueba siga en los campesinos, trabajadores y consumidores, que tenemos en juego la salud y hasta la vida, mientras las grandes empresas de agronegocios siguen devorando ganancias?